sábado, 1 de diciembre de 2012

El tesoro del guacacayo (primeros capítulos)


Por Leonardo Ortiz
Todos los derechos reservados



I. Mi profesor es de Plutón.

¿Alguna vez has tenido la sensación de que tu profesor viene de otro planeta?

A mí me pasa todo el tiempo. La primera vez sucedió cuando cursaba el grado

tercero. Desde que entró al salón, el profesor Hugo me pareció muy extraño.

Llegó a clase de sociales sosteniendo un poster que ilustraba el sistema solar.

Pensé que tal vez extrañaba su hogar y quería darnos pistas de su procedencia.

Cuando nos pidió elaborar con plastilina los planetas y sus satélites, me esmeré

arreglando cada detalle. Los adornos difíciles como los anillos de Saturno y

las líneas de traslación, las hizo mi mamá con hilo de coser. Mi trabajo quedó

perfecto. -Al profesor le encantará- pensé maravillado. Esperé a que todos mis

compañeros lo entregaran y me acerqué al escritorio con paso lento y firme.

El profesor se levantó al ver mi tarea. Debía medir dos metros de estatura.

Era delgado y un poco encorvado como los abuelos, pero su cara lucía joven.

Tal vez usaba una piel humana que no encajaba con su edad. Me miró a los

ojos desde la altura y preguntó: -¿lo hizo usted solo?- -No señor, mi mamá

me ayudó a pegar el hilo- contesté. –Muy bien. Siéntese- ordenó mientras

miraba con cierta melancolía el último planeta. Entonces comprendí que mi

profesor venía de Plutón y por ser tan lejano del sol, sus habitantes eran fríos

y poco expresivos, como él, que nunca sonreía. El año siguiente estuvo lleno de

profesores extraños. La licenciada Mariela parecía de Neptuno, el profesor de

educación física, de Urano, y Mister Abad, por ser tan bajito, seguro que venía

de Fobos, una de las lunas de Marte.

Sin embargo, yo no soy el único que cree que la gente es extraña. Un día los

profesores empezaron a observarme como si yo fuera el extraterrestre. Le

decían a mi madre que debía hacerme ver de un especialista, que yo estaba

enfermo. ¿Enfermo? ¿Yo? ¿De qué? Si la gripa se había esfumado varios meses

atrás. Después de una revisión aburrida, el psicólogo dictaminó que yo sufría de

TDAH, un problema de concentración que causaba bajo rendimiento académico

y malos resultados en mis exámenes. Solo obtenía buenas calificaciones en los

trabajos artísticos. Yo me sentí desubicado. Tal vez todo era un montaje para

hacerme pasar por anormal frente a las demás personas en caso tal de que yo

revelara la verdadera identidad de los profesores. Así que intenté dejar de

pensar en cosas anormales mientras estaba en clases. Ya no podía imaginar

al zorrillo dentro del estomago del profesor de matemáticas que le causaba

mal aliento, o a la profesora Gertrudis cantando opera con su voz estrepitosa.

Ahora debía tener los ojos y los oídos bien abiertos. Debo admitir que no lo

logré. Al contrario, mi madre creyó que me había pintado anemia porque me

dormía en las clases y comenzó a darme vitaminas y menjurjes. Fue un periodo

de constantes visitas al psicorientador de mi escuela, de terapias y de burla de

Pero no estuvo tan mal, después de todo. Si no hubiera sido por mi problema de

atención, hoy no estaría contándoles esta historia. Ay ¡qué vergüenza!, comencé

el relato sin haberme presentado. Mi nombre es Oscar Augusto Nieto. Soy de

Neiva, una ciudad bastante caliente al sur de Colombia que por suerte cuenta

con tres ríos que la refrescan en los meses de agosto y septiembre, época en

la que el calor se hace más insoportable. En un libro que la alcaldía donó a la

biblioteca de mi escuela en el año 2005, encontré que el número de habitantes

de Neiva en ese entonces era de 352.859 personas, y haciendo cuentas, a

mis 9 años yo conocía tan sólo a los últimos 59. Entre ellos se destacaban mis

padres, mis tres hermanas, mis abuelos paternos, mis tíos y primos por parte

de mamá, el señor que vende mazamorra en una gran olla que carga amarrada a

su motocicleta; doña Mariela, la tendera a quien se le salta el mal genio cuando

los clientes van a fiar; los vecinos de mi cuadra y claro, mis compañeros de

Nunca antes había tenido la posibilidad de salir de mi ciudad. No conocía más

allá del rio Fortalecillas, hacia el norte, donde íbamos algunos domingos a

bañarnos en familia. Cuando pasábamos frente al caserío que lleva el mismo

nombre, mis hermanas rogaban por una bolsa de biscochos de achira, de esos

que parecen deditos de enano, preparados en los hornos de barro detrás de las

casas. Pero mi padre nunca accedía a comprar siquiera una tira. Yo no perdía el

tiempo en súplicas ni pataletas. Calladito, minutos antes de que el micro bus

cruzara por las fábricas de biscochos, vaciaba mis pulmones hasta dejarlos

como un neumático pinchado, y justo cuando pasábamos frente a uno de los

hornos, respiraba profundamente disfrutando cada hilo del aroma en el aire,

hasta que mi cuerpo se hinchaba tanto que los ojos se me brotaban y los

botones de mi camisa salían disparados. Hacia el sur, tampoco había llegado

muy lejos. La distancia más larga la recorrí una mañana de mercado en la

central de abastos de Neiva: Surabastos, después de que mi padre se ganara

una fortuna jugando al chance. Fue tanto el dinero, que nos alcanzó para

comprar dos semanas de comida y hasta sobró para cancelar la deuda que

teníamos con doña Mariela. Fuera de eso, nunca antes había salido de mi tierra,

y menos de la manera como sucedió aquella tarde, la tarde en que mi vida dio

tres volteretas en el aire.

II. La reunión misteriosa.

Óleo sobre lienzo. De Carlos Naranjo.

El 20 de septiembre fue un día caluroso. A las dos de la tarde el sol brillaba

tan fuerte que los ventiladores viejos que colgaban del techo soplaban vapor en

lugar de aire. La coordinadora de la escuela comunicó durante la formación que

cada hora los estudiantes debían pasar a los bebederos a mojarse las cabezas

para evitar un desmayo. La medida fue aceptada con un gran aplauso, pues a

todos nos encantaba usar los bebederos como campo de batalla acuática contra

los niños de otros salones. –Pueden salir al bebedero- susurró el profesor

Hugo, mientras calificaba un examen de geografía, en el cual, (me sonrojo al

decirlo) hice copia. La noche anterior no quise estudiar por ver una película de

Jackie Chan desde la ventana de mis vecinos, los únicos que tienen TV cable

en la cuadra. –Usted quédese aquí, joven- agregó el profesor con una voz de

terror que hizo eco en mis oídos. – ¡Me descubrieron! - pensé acobardado. Era

la primera vez que hacía copia en un examen y el sentimiento de culpa me puso

la piel de gallina. – ¡Perdóneme por favor!, tuve que hacerlo porque mi mamá

me pega si llego a perder el año- exclamé. – ¿De qué habla niño?- preguntó el

profesor extrañado. –Usted como siempre con sus chifladuras. Por eso lo voy

a enviar con esta gente, a ver si a ellos también los va enloquecer-. Me pasó

un documento en el que había dibujada una estatua de piedra con ojos, nariz y

colmillos grandes, junto a un árbol que el viento deshojaba.

Feliz por haberme salvado de un severo castigo, pues en mi casa el cable de

la plancha es también el instrumento de escarmiento, me dirigí a rectoría

a hacer firmar el permiso de salida. La rectora me miró dudosa y dijo: –

Lo enviamos a usted no por buen rendimiento académico, sino para darle la

oportunidad de que aprenda algo ya que en el salón de clases no ha querido.

Usted es muy inteligente mijito, eso lo sabemos, así que por favor, aproveche,

y no haga quedar mal la institución.- Con el pase de salida listo, sólo faltaba el

consentimiento de mis padres para poder ir a una reunión misteriosa a la que

al parecer, me enviaban para descansar de mí en la escuela. No hubo problema

en casa, excepto por los dos mil pesos que mi padre debía aportar para mi

transporte. A regañadientes tuve que sacarlos de mi alcancía. Para evitar

romperla, introduje un cuchillo de mesa por la ranura y sacudí cuidadosamente

hasta que las monedas se colocaron en posición correcta y se deslizaron por el

A la mañana siguiente, después del descanso, mi hermana mayor me recogió en

su bicicleta. Me acompañó hasta el paradero y me hizo subir a un micro bus que

daba muchas vueltas antes de llegar al centro de convenciones de Neiva, lugar

de mi desembarco. Al llegar, entré al edificio de la biblioteca departamental.

Me asomé por una puerta admirado de ver tantos libros en un solo recinto.

Nada comparada con la biblioteca de mi escuela, que apenas es un cuartico con

libros amontonados y empolvados. Cuando el bibliotecario movió sus bigotes

preguntando -¿Va a entrar o se va a quedar ahí bloqueando la puerta?- corrí

espantado. Subí las escaleras y caminé los pasillos del tercer piso hasta

encontrar un grupo de niños de diferentes escuelas, ingresando a un salón de

arte contemporáneo, o por lo menos, así decía el rótulo en la entrada.

Me acomodé en una de las sillas que había alrededor de un proyector que

apuntaba hacia la pared. -Buenos días niños- pronunció una voz dulce entre un

grupo de padres de familia. Estos se dispersaron y la dueña de la voz quedó

frente a mí con una sonrisa igual de transparente a sus anteojos. Como deben

estarse imaginando, creí que ella venía de otro planeta. Inmediatamente se

acercaron dos mujeres más, tan extrañas como la primera. –No son de ningún

planeta conocido, vienen de otra galaxia- pensé. Al comienzo no escuché lo que

decían, ya que me encontraba hablando conmigo mismo. Después me enteré de

que eran practicantes de una universidad de la capital, Bogotá, y que habían

escogido veinte niños de las diferentes escuelas de Neiva para realizar un viaje

educativo a San Agustín. Me arrepentí tanto de no haber prestado atención en

mi clase de geografía, pues habría sabido la ubicación de ese lugar y las habría

impresionado cuando me preguntaron. Dijeron también que eran artistas y

¡vaya que sí lo parecían! El cabello por ejemplo, de la profesora Laura (la mujer

con gafas que nos saludó primero) era toda una obra de arte. Usaba shorts y

tenía sus piernas blancas totalmente picadas por los mosquitos. En medio de

la reunión, esperé el momento preciso para aconsejarle que se untara saliva

en las ronchitas, así como hace mi mamá cuando los zancudos la atacan en

Violeta era el nombre de la segunda profesora. -Cuando sea grande y tenga una

hija, también la llamaré igual que un color- pensé mientras nos explicaba los

motivos del viaje. Su nombre hacía juego con la blusa de estrellitas que llevaba,

y sus aretes parecían dos bolas de espejos, de esas que giran y brillan en medio

de las fiestas. No podía llamarse de otra forma, parecía una vampira de las

inofensivas, algo así como una vampira vegetariana. La última profesora, Ingrid

Liliana, usaba una falda muy larga y ancha. Tengo la leve sospecha de que más

bien era una alfombra voladora comprada a algún viejito persa. Portaba collar

de semillas y un reloj armable con los colores de la bandera de Colombia. Ella

nos habló de las fechas del viaje y de lo importante que era conocer nuestra

cultura. Decía las cosas con seriedad y diplomacia; daba la sensación de estar

escuchando a la reina de los elfos. Las tres profesoras eran muy bonitas, pero

esperen, no vayan a pensar mal, yo ya tengo novia en la escuela, se llama Daniela

y siempre me coge de la mano cuando cruzamos la avenida.

La reunión duró dos horas y luego nos despacharon con el compromiso de que

investigáramos sobre San Agustín antes del viaje. En el micro bus de regreso

a casa tuve muchas ideas en la cabeza. Imaginé las aventuras que iba a vivir,

los lugares que iba a explorar, las cosas que iba a conocer, los manjares que me

esperaban, inclusive pensé con quién compartiría asiento en el bus de viaje. En

la noche, mirando la telaraña en el tejado, sentí un fuerte dolor en el pecho, de

esos a los que las abuelas llaman un mal presagio, pero no le presté atención.

Era el presagio del terrible embrollo en el que me metería una vez llegara a San


III. ¿La ciudad de los muertos?

Decidí volver a la biblioteca departamental para indagar sobre San Agustín.

En esta ocasión fue más sencillo sacar las monedas de mi alcancía. Cuando

uno adquiere habilidad en algo, ya no se explica cómo fue tan difícil hacerlo

la primera vez. -Es sólo cuestión de práctica-, dicen los adultos, aunque en

ocasiones eso no funciona. Hay cosas para las que uno nunca será bueno y

así lo intente varias veces, no podrá lograrlo. Yo por ejemplo, no soy bueno

para jugar canicas, siempre me las ganan en el chicho. Mi papá una vez me vio

llorando después de una partida y me dijo que lo volviera a intentar, que todo

estaba en la mente, que si yo quería lo alcanzaría, que me visualizara ganador

para que la suerte estuviera de mi lado. Me levanté valiente y resuelto, apunté

con seguridad cerrando el ojo izquierdo y lancé la canica con fuerza. Perdí de

nuevo. Mi padre jamás volvió a obligarme a hacer cosas para las que no tuviera

vocación, en cambio me compró un trompo, me enseñó a bailarlo y ahí sí que

aprendí varios de trucos.

El señor de bigotes grises en la biblioteca descubrió mi afición por los trompos

cuando vio la piola que descolgaba del bolsillo de mi pantalón. No todos los

adultos son igual de detallistas, debe ser que su hijo también carga el trompo

para todas partes. Antes de que yo pronunciara palabra alguna, el bibliotecario

señaló un pasillo de libros y dijo con su voz regañona: -Allá en la sección infantil

encontrará un libro donde enseñan a hacer figuras con trompos-. Yo respondí

que quería investigar sobre San Agustín, a lo que se mostró interesado. – ¿Es

para una tarea?- preguntó. -No señor, es para un viaje que tengo- contesté.

–Vea pues, muy pocos niños investigan hoy en día sobre eso. Por aquí tengo

algunos libros pero no son infantiles-.

-No importa, estoy terminando el

grado quinto y el otro año empezaré la secundaria, así que ya puedo leer

cosas escritas para grandes- Respondí con una seriedad que el señor encontró

Empecé a ojear los libros en los estantes y mi cerebro se enredó como un plato

de espaguetis, primero, porque encontré que a San Agustín se le consideraba

una necrópolis y yo no tenía la mínima idea de lo que eso significaba. Busqué en

el diccionario y esto fue lo que encontré: “Necrópolis. Del griego. Ciudad de

los muertos. Cementerio de gran extensión, en que abundan los monumentos

fúnebres.” ¿Qué? ¿Tanta emoción para ver un lugar lleno de tumbas? Ahora el

viaje me parecía aburrido y había que volverlo interesante. Mientras miraba

las fotos de unas estatuas similares a las pintadas en el permiso que me pasó

el profesor Hugo, planeé buscar durante el recorrido algún hueso de esqueleto

para asustar a mis compañeros o ponerme en la noche una sábana sobre la

cabeza y recorrer los pasillos del hotel.

Luego, me enredé un poco más al toparme con otro libro, escrito por un señor

llamado Elías Falla Duque, quien se parecía a mí en su fascinación por los seres

de otro planeta. En su libro explicaba cómo San Agustín era una creación de los

extraterrestres, dejado como mensaje sobre los inicios de la humanidad. Era

el único libro diferente, los demás explicaban que San Agustín era el rastro de

una civilización de aborígenes que existió hace miles de años en las montañas

del Huila. Entonces, ¿en cuál versión creer? Debía ser paciente y esperar el

día del viaje para descubrirlo con mis propios ojos. Salí de la biblioteca con la

cabeza llena de nudos pero muy satisfecho porque por lo menos, ahora sí podría

contestarles a las profesoras cuando me preguntaran lo que había investigado.

Por fin llegó el día esperado. Es asombroso cómo a uno se le quita el sueño por

la emoción de hacer algo. Antes, yo estudiaba en la jornada de la mañana y

debido a que siempre llegaba tarde a la escuela, primero mis compañeros se

cansaron de cantarme la canción “Se le pegó la cobija, se le pegó la cobija...”

que yo me acostumbrara a levantarme temprano. Cada mañana era un lio y mi

mamá decidió solucionarlo de raíz pasándome para la jornada de la tarde. Para

el viaje sucedió todo lo contrario. La noche anterior me acosté tardísimo dando

vueltas por la casa buscando el par correcto de calcetines, el saco para el frío

y la mejor ropa que tenía. Empaqué el cepillo de dientes, el tarrito de gel y

obviamente mi trompo con una piola de repuesto por si las moscas. –Acuéstese

ya que mañana va a ser un problema para levantarlo- dijo mi papá desde la

silla mecedora. Me fui para la cama y duré despierto otro largo rato en la

oscuridad, escuchando el ronquido de mi madre en el otro cuarto y la voz de

mi hermana que hablaba dormida en la cama del lado. Increíblemente desperté

antes que mis padres a la madrugada, no quería que el bus me dejara botado.

Mi padre me acompañó hasta el terminal y habló con las profesoras para saber

detalles del regreso. Estaríamos todo el sábado, dormiríamos en unas cabañas

y el domingo regresaríamos en la noche.


< El primer capítulo de este libro de cuentos fue leído en la Muestra de Procesos Dobleyo,  2012>